viernes, 22 de enero de 2016

Bonitos Votos Matrimoniales



-"Te recibo a ti como mi esposo y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida..."- decía mi querida Julieta mientras ponía delicadamente la argolla de matrimonio a su ahora esposo. Momentos después él repitió la misma línea y de igual forma coloco la argolla nupcial a mi prima.
Y aquí me encontraba yo, la última soltera empedernida que a sus 37 años no daba ninguna señal de nada futuro.
Para mi fortuna o desgracia en lugar de darme una hermana, la Divina Providencia decidió enviarme seis primas de las cuales yo era la mayor. Todas eran mujeres casadas con familias "ejemplares", agradecidas por la fortuna de tener hijos que criar y maridos que malcriar, casas que procurar, cenas navideñas que organizar e infidelidades que esconder.
De todas yo era ahora la única que se estaba quedando para "vestir santos" (santos era lo último que yo me pondría a vestir en esta vida) y a ninguna de ella se le había escapado la oportunidad de preguntarme que qué sería de mi cuando fuera una anciana y no tuviera quien me cuidara.
-Para eso me están dando muchos sobrinos, querida. Alguno de ellos tendrá que apiadarse de la pobre anciana tía solterona.- respondía yo, mientras le repartía dulces a mis sobrinos, vivos retratos de sus padres.
No me incomodaba en absoluto el ser la soltera empedernida de la familia Macías, ya que yo había vivido lo que las seis juntas no habían vivido nunca. A mí fue a la que le tocaron las aventuras, los amores de fin de semana, los romances prohibidos.
Gracias a mi todas ellas tenían marido, todas los habían conocido por intercesión mía, y no porque ellos fueran mis amigos, sino porque eran conocidos de conocidos importantes.
Todas se jactaban de sus vidas de novela, de sus casas brillantes, de los autos bonitos que fueron dados como caros obsequios por cumpleaños olvidados de cuando sus maridos andaba de viaje en Cancún con la amante, de los colegios caros a donde enviaban a los niños, de las amigas hipócritas y de las cenas de sociedad.
¿De qué les venía sirviendo eso? ¿De qué les valían los caros vestidos de novia que todas habían comprado, las bodas organizadas por mujeres que se la pasaban organizando fiestas para mujeres con prometidos de buena posición económica? ¿De qué le valían los bonitos votos matrimoniales que repetían ante el altar si a sus maridos les iba a dar por la puteria a los dos meses de casados?
Como a Marianita, quien se había casado a los 26 años con un arquitecto reconocido, Ramiro Castro. Un día, mientras me dirigía al hospital en Polanco donde Ramiro tuvo la generosidad de internar a la abuela cuando su corazón comenzó a fallar, me lo encontré caminando en la banqueta como si fuera el hombre más codiciado de la ciudad mientras la pequeña rubia de tacones altos se le abrazaba a la cintura y él la se la comía a besos. A la semana de eso la mitad del círculo social de Mariana sabía que la tipa esa era su secretaria, que le veían la cara desde antes de la boda y que Marianita Macías estaba embarazada de Ramiro y que por la noticia el niño había decidido salirse antes de lo planeado. Mariana se sumió entonces en una depresión larga y efectiva durante la cual en bendito Ramiro se convirtió en un cordero manso.
Teresa quien se había casado con un buen médico, descubrió que su marido usaba la casa como hotel de paso mientras ella se iba a los festivales escolares de su pequeña niña y no sólo eso, sino también que la amante era una de esas mujeres que se hacía llamar su amiga y que jugaba con ella al tenis los fines de semana en el club.
De nada les había servido a mis primas salir de blanco de sus casas, casarse como Dios manda, pronunciar bonitos votos matrimoniales y tener vidas envidiables.
¿Para qué iba yo a querer casarme si nada en esta vida te asegura que a la persona con la que decidas unirte en matrimonio no se le va a acabar el amor al poco tiempo de la boda?

¿Para qué? Mejor soltera que andar tapándoles sus porquerías...